El Estudiante de Derecho y Abogado

(www.ninhue.cl)

No obstante su tesonera labor como subdirector de la Escuela Naval, o frecuentemente, como director, Prat siguió estudiando para titularse de abogado, haciendo sus estudios, no en aulas universitarias, sino a bordo de la "Esmeralda".

Así, el 26 de julio de 1876 obtuvo su título de licenciado en leyes. Para ello presentó como Memoria un tema que era de actualidad en la fecha: las observaciones a la ley de elecciones recién publicada. En su trabajo se revelan dos aspectos interesantes y destacados de su inteligencia: sus tendencias filosóficas y su espíritu de investigación.

Licenciado en Leyes, Arturo Prat inició los trámites para obtener el título de abogado y el 31 de julio de 1876, vestido de uniforme de parada, con su espada al cinto llegó a la Corte. Llamó la atención y curiosidad en el recinto de los Tribunales al ver por primera vez un marino en trámites para obtener el título de abogado; hombre sencillo y sin vanidad, quiso en esa ocasión, para él solemne y de imperecedero recuerdo, presentarse con lo mejor que tenía.

Al anunciarle el portero, a la hora fijada, que no habría examen y en consecuencia podría retirarse y esperar se le fijara una nueva fecha para este examen, Prat, no acostumbrado a estas manifestaciones tan en desacuerdo con la Ordenanza Naval, como faltar a la puntualidad y al respeto a la palabra o compromiso contraído, se incomodó visiblemente, pues se le había hecho concurrir desde Valparaíso en un día y hora determinados, prescindiendo que esto para él era un sacrificio.
 
Por lo tanto, reclamó con toda justicia al primer oficial de la Secretaría de la Corte, quien le aconsejó pidiera audiencia para hablar con el Presidente del Tribunal, don Manuel Montt Torres.

Prat, sin dilación alguna, consiguió la audiencia solicitada y expuso a Montt la urgencia de volver a su buque y le rogó se sirviera tomarle el examen correspondiente.

El señor Montt consultó el caso con sus colegas y sin vacilaciones, su petición fue aceptada por unanimidad y el portero recibió orden de hacer entrar a la sala, a aquel oficial de Marina tan justamente molesto.

Pero al entrar, nuestro héroe fue detenido por el portero, quien le manifestó que al Tribunal no era permitido llegar ni con bastón ni mucho menos con espada y que tuviera a bien quitársela.

Por primera y única vez en un acto oficial, Arturo Prat entregó su espada en manos ajenas, sólo ante la majestad de la ley, en la portería del primer Tribunal de la República.

Ello no lo habría de conseguir ni siquiera la abrumadora superioridad del "Huáscar", ni aún la misma muerte en la cubierta del monitor; pero sí los jueces de la Corte Suprema de Justicia de Chile.

De tal manera, Arturo Prat entró en la sala despojado de su espada y como simple licenciado en leyes, aún cuando vistiera su más elegante levita de Capitán de Corbeta.

Dio un brillante examen y luego de ser aprobado unánimemente, terminada la audiencia fue felicitado por el secretario, señor Infante, en nombre de la comisión que lo examinó, por la extraordinaria competencia demostrada en el examen.


Se le hacía justicia al talento, a la perseverancia en el estudio y a las dotes naturales de este hombre de excepción.

Antes de ser examinado, ya Prat había desempeñado con brillo labores de abogado al defender al ingeniero Ricardo Owen, acusado de desobediencia y después a su amigo y compañero Luis Uribe Orrego, acusado del delito de desobediencia y desacato a sus superiores.

En una defensa notable por su precisión y habilidad magistral, dejó de manifiesto la actitud arbitraria e increiblemente enconada del Almirante José Anacleto Goñi Prieto, el no menos censurable proceder del Ministro Alberto Blest Gana en Europa y la poca versación en estos menesteres del fiscal. Fue un gran triunfo de Arturo Prat, pues el Consejo de Guerra absolvió al acusado, dándole por cumplido el tiempo de seis meses en que Uribe estuvo arrestado y le concedió todas las indemnizaciones a que tenía derecho.

Sin contar al fiscal, Capitán de Fragata Luis Ignacio Gana y al defensor, Capitán de Corbeta Arturo Prat, el Consejo estuvo compuesto por el Contralmirante Santiago Jorge Bynon, Capitanes de Fragata Galvarino Riveros Cárdenas y Luis Alfredo Lynch Zaldívar, los de Corbeta Oscar Viel Toro y Luis Pomar Avalos, el auditor de guerra Ramón Huidobro y de los secretarios Luis Angel Lynch Irwing primero y Constantino Bannen Pradel, después.

A la muerte del Vicealmirante Manuel Blanco Encalada, ocurrida el 5 de septiembre de 1876, entre otros oradores, hizo oír su voz en sus funerales en Santiago, leyendo un discurso que reveló su erudición.

Igual cosa ocurrió el 27 de diciembre de 1877 en los funerales del Vicealmirante Robert Winthrop Simpson, en que despidió sus restos con una brillante elocuencia.

El año 1876 la Escuela Naval se cerró y Prat pasó a desempeñarse como ayudante en la Gobernación Marítima de Valparaíso y fijó su estudio de abogado en la Plaza de la Justicia, en los altos del Banco Consolidado de Chile.

Esto le permitía atender sin inconvenientes, en horas de franco su clientela y en horas de servicio los deberes de su cargo.

Cuando se presentó en la Camara de Diputados el proyecto de Ley de Navegación, con fecha de 14 de diciembre de 1876, algunos de sus autores tomaron contacto con Arturo Prat, para que éste emitiera un juicio al respecto e insinuara modificaciones que estimara conveniente.

Después de algunos meses de trabajos incesantes, Prat manifestó sus observaciones y presentó a los autores del proyecto una gran cantidad de comentarios fundamentados en 152 artículos. Muchas de sus propuestas fueron aceptadas y la ley salió aprobada el 24 de julio de 1878 y permaneció vigente cien años.

ARTURO PRAT ABOGADO
(Notas escritas en blog de Bernardita Huerta Dunsmore)
A nuestros lectores.

El editor, siendo un adolescente, tuvo
oportunidad de encontrar en la biblioteca de su Liceo un relato
maravilloso del máximo héroe naval, que mostraba una nueva
faceta de Arturo Prat, la de abogado, aunque vinculado con su
condición de marino.
 

Pasaron los años y nunca pudo re-encontrar ese relato, que
sabía breve, basado en un hecho real, y perteneciente a un
escritor chileno. Ahora, en este 130 aniversario del Combate de
Iquique, se dedicó a pesquisar entre libros y lo encontró y lo
ofrece a ustedes como un homenaje a Prat, un hombre íntegro,
personaje capital en nuestro desarrollo como país.


Es probable que los amigos marinos ® lo conozcan, pero
muchos de los nuestros no. El relato “Arturo Prat, abogado’’ no
está desgraciadamente con un acceso fácil para la lectura. Es
parte de un libro, escrito hace años, que no tiene nuevas
ediciones.


“Arturo Prat, abogado’’ pertenece al escritor chileno Enrique
Bunster, y está contenido en su libro “Bala en Boca”. En ese
texto, Bunster relata además hermosos y variados aspectos de
nuestra historia.


Si habitualmente pedimos a nuestros lectores no re-enviar los
artículos, en esta ocasión queremos solicitar lo contrario.


Ayúdenos a que un número creciente de chilenos conozca este
relato maravilloso del autor chileno Enrique Bunster.

Arturo Prat, abogado. Historia de un proceso célebre
 

Por Enrique Bunster

Arturo Prat, su tío Jacinto Chacón y Luis Uribe


Un aspecto olvidado de la vida de Prat es su ejercicio de la
carrera del foro. Comenzó a estudiar esta segunda profesión en
la época de su noviazgo. Una tradición familiar dice que
acostumbraba preparar sus lecciones paseando arriba y abajo
de su dormitorio, hasta altas horas de la noche, y que esta
incesante caminata acabó por dejar una huella en su alfombra.



El duro esfuerzo le dañó la vista y le hizo sufrir erisipelas que
causaron su calvicie prematura.
 

Al presentarse a la Corte para rendir el examen, hacía ya tres
años que estaba casado, y era padre de dos niños. Vestía el
uniforme de capitán de corbeta, y hubo de despojarse de su
espada, la misma que en Iquique sólo pudieron quitarle
después de muerto. Fue examinado sobre temas de Derecho de
Gentes y Derecho Marítimo -este último, materia de su
especialidad-, y tal debió ser la versación que demostró, que el
tribunal le hizo objeto de una «felicitación por recado», lo que
es un honor excepcional.


Su memoria de prueba se titula Observaciones a la ley electoral
vigente, y fue leída ante la Comisión Universitaria el 26 de julio
de 1876. Está impresa en un folleto de 36 páginas (Imprenta del
Mercurio, Valparaíso), y de él se conserva un ejemplar en la
Sección Chilena de la Biblioteca Nacional de Santiago. Se halla
dividida en dieciséis párrafos y redactada en claro y preciso
estilo. La tesis que expone es la conveniencia de reformar una
ley que no ofrecía al elector otra garantía que la honorabilidad
de los jurados eleccionarios:
 

«Buena en el fondo -dice- tiene necesidad de serias e
importantes reformas en materia de reglamentación, para
alcanzar el alto objeto a que está destinada: ser garantía eficaz
de que el resultado de las urnas sea la fiel expresión de la
voluntad nacional».
 

El criterio de Prat era diametralmente opuesto al de O'Higgins,
quien sostenía -lo declara en carta a D. Ramón Freire- que los
gobernantes tienen no sólo el derecho sino la obligación de
elegir e imponer a su sucesor, para que su política pueda ser
continuada. La memoria del futuro Comandante de la
Esmeralda es de punta a cabo una defensa del principio
democrático. Por eso un escritor contemporáneo le llamó
«precursor de la libertad electoral». Y hay que añadir que el
gran hombre no se quedó en la teoría: practicó su ideal con la
entereza propia de su carácter. Basta recordar su actitud
durante la campaña presidencial del 76, cuando abiertamente
manifestó sus simpatías por la candidatura de Vicuña
Mackenna, en contra de la de Pinto, que era el candidato de La
Moneda. Las consecuencias son conocidas: designios
invisibles obstaculizaron desde entonces su carrera naval: al
estallar la guerra se prescindió de su persona, ¡que es como si
Inglaterra hubiese prescindido de un Collingwood, o España de
un Churruca!; y sólo a la hora undécima condescendieron a
darle el mando del peor buque de la escuadra...
 

Habiendo hecho sociedad con su colega don Manuel Hidalgo,
Prat abrió su bufete en la Plaza de la Justicia de Valparaíso, en
los altos del Banco Consolidado de Chile. Según su propio
decir, la ubicación era «estratégica», pues quedaba al frente de
las oficinas de la Gobernación Marítima, en la que
simultáneamente prestaba servicios; de manera que sólo tenía
que atravesar la calle para pasar de una a otra de sus
ocupaciones.
 

De atenernos al testimonio de Hidalgo, la sociedad marchó con
éxito y fue favorecida por una numerosa clientela,
particularmente en los juicios navieros, en los que el capitán
era especialista.
 

Sin embargo, el mejor logrado y más famoso de sus triunfos no
lo obtuvo Prat en las Cortes de justicia civil, sino ante un
Consejo de Guerra de la Marina; y lo que es más singular, en
época en que aún no había obtenido la licenciatura.
 

Fue la defensa del teniente don Luis Uribe, acusado por el
contralmirante Goñi del delito de insubordinación, y que tuvo
lugar el 1.º de abril de 1875. Episodio memorable, tanto que las
novelescas incidencias que lo provocaron, como por la valentía
y la habilidad conque el defensor sostuvo su causa.
 

Uribe y Prat estaban unidos por una amistad entrañable, que se
remontaba a los días de ingreso a la Escuela Naval. La
conjunción de sus nombres en este asunto, llamado «el
escándalo de Blackwall», no hizo sino confirmar y acrecentar
su recíproco afecto.
 

Pese a la reserva con que las instituciones armadas
acostumbran ventilar en sus affaires, el que envolvió a Uribe
había trascendido al público -no en balde aparecía mezclada en
la intriga una figura femenina-, y todo Valparaíso estaba
pendiente del desenlace.
 

El consejo de guerra era presidido por el contralmirante Jorge
Bynon y lo integraban los capitanes de fragata Galvarino
Riveros, Óscar Viel y Luis A. Lynch, y el de corbeta Luis Pomar.
Hacía las veces de fiscal el capitán Luis I. Gana, y de auditor
don Ramón Huidobro. El juicio no tuvo otros testigos que sus
protagonistas; pero la suerte ha querido que su pieza
documental más interesante, el discurso de Prat, se conserva
casi intacta.
 

Haciendo gala de una evidente parcialidad, el fiscal había
narrado los sucesos que motivaron la degradación del «exteniente
Uribe» por un decreto del Gobierno y su arresto en un
pontón de la Armada. La historia había acontecido en
Inglaterra, dos años atrás, cuando don Anacleto Goñi, con
Uribe y otros oficiales, se hallaban inspeccionando los buques
allí mandados construir. Habíanse producido las incidencias
con motivo del romance del acusado con una dama inglesa, de
nombre Elizabeth Morley, a quien conociera durante el
cumplimiento de su misión. La causa del choque entre el
teniente y el almirante fue la negativa del segundo a conceder
la licencia matrimonial. Tal como Gana contaba las cosas, Goñi
sólo había querido hacer un bien a su subalterno, pero éste
«con culpable ligereza», provocó la escandalosa escena del
muelle en Blackwall, en la que menudearon gritos, empellones
y paraguazos. No obstante la gravedad del hecho, Goñi había
perdonado a su ofensor a condición de que le presentase
excusas y volviese a Chile, pero el teniente se negó a lo último,
pretextando una enfermedad no comprobada; y esto fue lo que
acabó de exasperar al almirante haciéndolo adoptar sus
medidas disciplinarias.
 

De ser exacta aquella versión, bien merecido tenía Uribe el
castigo.
Pero Prat había indagado la verdad, que era muy distinta de
como la presentara el fiscal. De ella salía Goñi bastante mal
parado; y era un peligroso deber para el abogado defensor
decir todo lo que sabía, porque él mismo era también un
subalterno y nadir podía prever lo que se echaría encima. Pero
la necesidad de reivindicar al compañero caído estaba antes de
cualquiera consideración, y Prat no vaciló en apelar a todos los
recursos que tenía a su alcance.
 

Habló durante una hora y media. El texto de su discurso -
modelo de alegato forense- se conserva gracias a la inclusión
que de él hiciera Vicuña Mackenna entre los anexos de Las dos
Esmeraldas, con la sola supresión de un pasaje
extremadamente duro para Goñi que el historiador no se
resolvió a reproducir.
 

Su argumentación estaba concebida con tal inteligencia y tal
conocimiento de las disposiciones legales, que a los pocos
minutos de empezar a hablar ya tenía la balanza inclinada del
lado de su defendido. El primer razonamiento tuvo el efecto de
un torpedo:
 

¡Demostró, nada menos, que el consejo procedía de manera
anticonstitucional -sugiriendo que la jefatura había actuado
con ignorancia o mala fe- y que no podía juzgar al acusado sin
considerarlo en pleno goce y ejercicio de su empleo!


«Señor presidente y vocales del Consejo:
Según el Artículo 5.º, Título 32 de la Ordenanza llamada de
Grandallana, incumbe al Consejo de Guerra de oficiales
generales juzgar la conducta de oficiales generales o
particulares o guardiamarinas que hayan delinquido.
Sin embargo, hoy tenéis a vuestra presencia, no a un oficial de
la Armada, sino a un paisano, a un 'ex-oficial', como se le titula,
por cuanto el decreto 25 de abril del año pasado le dio de baja
en el escalafón de la Marina.
Este decreto que le despoja de su empleo, debería entrañar
también la privación de su fuero militar, dejándolo justiciable
ante la jurisdicción ordinaria. ¿Por qué, entonces, se somete a
Uribe a un consejo de guerra? ¿Por qué se le reconoce fuero
de guerra? El fuero sólo puede provenir del empleo, y si el
señor Uribe goza de él, es incuestionable que aún permanece
empleado de marina, que aún es teniente 1.º de la Armada
Nacional.
Y esto es indudable, señores jueces: el título de teniente y la
renta adherida a él, siendo la propiedad de Uribe, garantizada
por un artículo constitucional, no han podido serle arrebatados
sino en virtud de sentencia judicial, sentencia que no existe,
porque este oficial no ha sido oído ni juzgado legalmente por el
tribunal que designa la ley, como esa misma Constitución
establece en sus Artículos 133 y 134.
Ni puede, señores, invocarse la facultad discrecional que el
número 10 del Artículo 82 de la Constitución acuerda al
Presidente de la República, porque todos sabéis que los
funcionarios judiciales, militares y eclesiásticos se han
considerado siempre fuera del alcance de esta atribución.
Por otra parte, según la ley, la ordenanza, militar y la tradición,
incumbe solamente a sus pares, es decir, al Consejo de Guerra
de oficiales generales, la facultad de juzgar a los oficiales del
Ejército o Armada y de imponerles la pena de privación de
empleo, por sentencia legalmente pronunciada.
Ni el Congreso, mucho menos el Ejecutivo, podrían privar a un
oficial del empleo que sus servicios le han conquistado,
porque invadiendo las atribuciones privativas de este tribunal,
desquiciaría nuestra organización política, basada en la
independencia recíproca de los Poderes Legislativo, Ejecutivo
y Judicial.
El decreto que priva a Uribe de su empleo, afecta
solidariamente a todos los oficiales de la Armada, porque
todos pueden quedar expuestos a ser privados de él por
hechos que no pueden ser considerados punibles mientras no
hayan sido plenamente examinados y juzgados por un
Consejo.
La dignidad misma de éste y el noble celo por privativas
atribuciones, están estrechamente ligados con la posición que
ese decreto ha creado al teniente Uribe. Si es legal la privación
que el decreto impone, el Consejo de Guerra abdica; si no es
legal y si sólo al Consejo corresponde imponer, como término
de un juicio, la pena de privación de empleo, el señor Uribe no
ha podido ser separado del cuerpo a que pertenecía, y jamás
ha dejado de ser nuestro compañero y conserva su grado de
teniente 1.º de la Armada de la República.
Sin duda el propósito del S. Gobierno, al lanzar ese decreto, no
ha sido otro que ejercer presión sobre el señor Uribe para
compelerle a presentarse ante sus jueces, pero el teniente
Uribe, oficial de honor, hombre delicado y perfectamente
seguro de la rectitud de sus procedimientos, no ha necesitado
de esa coacción para presentarse ante vosotros.
A pesar de la mala voluntad y venciendo todos los obstáculos
que le opusieron los mismos que debieron haberle facilitado
los medios de someterse a este tribunal, se traslada a Chile, no
ya sirviendo dignamente, como lo ha pedido, sino de incógnito
a bordo del Cochrane, mostrando así que no quería huir de
vuestra recta justicia.
Establecida la cuestión en su terreno propio, tenemos que vais
a juzgar no al 'ex-teniente', como repetidamente se le llama en
este proceso, sino al teniente 1.º don Luis Uribe, suspenso de
su empleo el 23 de marzo de 1874 y privado de él a 25 de abril
del mismo año, por la supuesta falta de no haber obedecido la
orden de embarcarse en la cañonera Magallanes, que salía de
viaje».


Ante esta incontrovertible introducción, el tribunal no tuvo más
que guardar silencio. Y no hay indicio de que el fiscal la
rebatiese. Con ella sola, Prat llevaba asegurada la mitad del
veredicto.


La otra mitad se la dio la fiel exposición de los hechos,
confirmada por las declaraciones de los testigos: el capitán
Molina, los teniente Lynch y Peña y el cirujano Roberts,
integrantes de la misión en Inglaterra.


El noviazgo de Uribe se había iniciado en Hull, donde estaba el
astillero en que se construía el blindado Cochrane. Al
formalizarse el compromiso, el teniente lo participó al almirante
y solicitó su consentimiento para celebrar la boda.
Inesperadamente, Goñi le devolvió la solicitud, manifestando
que faltaban ciertos requisitos.


Habiéndosela enviado Uribe con éstos, el almirante se la
guardó sin dignarse darle respuesta. Como el joven insistiese,
contestole Goñi en términos descomedidos, diciéndole que
tramitara el permiso con la Comandancia de Valparaíso, y
advirtiéndole «que haría lo posible porque no le fuese
concedido».
Esta insólita actitud -que Prat no analiza- induce a preguntarse
si no habrá procedido Goñi por despecho, descontrolado por
una pasión frustrada.
Con explicable impaciencia Uribe cumplió aquel trámite, y poco
después casó por el Civil.


Lejos de aplacar la terquedad de su jefe, no hizo con ello sino
exacerbarla. Empezó el almirante por declarar que el
matrimonio no era válido ante las leyes chilenas. Como aún
esto le pareciese poco, trató de disuadir a la novia antes de
realizar la boda religiosa.
Finalmente, en un rapto de insensatez, manifestó a sus
oficiales que aquella mujer no era otra cosa que la querida de
Uribe.


Estas ofensas afectaron de tal manera el ánimo del teniente
que le hicieron caer enfermo.
Queriendo confirmar lo que todavía no acababa de creer,
encargó a Molina que pidiese a Goñi una entrevista con fines
aclaratorios. El obstinado almirante mandó decirle que era
verdad que tenía malas referencias de la dama, pero que no
podía dar nombres de sus informantes. Impávidamente
expresó que su solo propósito era procurar la felicidad de su
subordinado...


Amigos de Uribe le aconsejaron llevar al ofensor ante la
justicia: tan intolerables se hacían sus ultrajes. Pero Uribe,
respetuoso de las jerarquías, prefirió los medios pacíficos y
esperó la oportunidad de promover una explicación personal.
Esta no tardó en presentarse; y no fue por su culpa que se
malograra de modo tan grotesco.


La ocasión prodújose a raíz de las pruebas de la Magallanes.
Por fortuna, el muelle estaba desierto y todos los oficiales
vestían de paisano. En el momento de desembarcar, Uribe
detuvo a sus compañeros y les dijo con serenidad:
-El señor almirante me ha calumniado, haciendo desgraciada a
una familia antes de formarse...


Esto fue todo lo que alcanzó a decir. Poseído de un súbito
furor, don Anacleto Goñi se arrojó sobre el teniente y lo cogió
por el cuello para golpearlo con su paraguas, mientras le
llenaba de improperios y lo desafiaba a batirse en duelo. Uribe
no perdió el dominio de sí y se mantuvo impasible, las manos
en los bolsillos. Acabó el incidente; pero, cegado todavía por la
rabia, Goñi ordenó a Molina arrestarlo.


Torpeza sobre torpeza, porque tal cosa no podía hacerse en
suelo extranjero, y la orden no fue cumplida.
A consecuencia de sus sufrimientos, Uribe cayó otra vez
enfermo, con violenta fiebre y síntomas de una afección
cardíaca. Desde su lecho escribió al Ministro en Londres, don
Alberto Blest Gana, presentándole su dimisión «por razones de
salud» y pidiéndole su venia para regresar a Chile. ¡Con tal de
librarse de aquella persecución, prefería perder dieciséis años
de servicios y renunciar a la carrera! La solicitud de retiro, por
otra parte, estaba prevista en las Ordenanzas de la Armada, y
como ella lo manda, iba acompañada del respectivo
certificado médico...


Pero el Ministro rehusó darle curso, a pretexto de que en país
extranjero no había autoridad que pudiera aceptarla. En cuanto
a la enfermedad, la juzgó fingida, y encima de esto se negó a
permitir que Roberts, el cirujano de la misión, examinase al
paciente.


Como es natural, Blest actuaba bajo la influencia de Goñi.
Queriendo, sin embargo, llegar a un arreglo, obtuvo del
almirante la promesa de echar el asunto al olvido si Uribe
accedía a presentarle excusas, a retirar la dimisión y a
embarcarse en la Magallanes, que estaba por salir para
Valparaíso.


Dando nuevas muestras de su caballerosidad, Uribe se allanó a
las dos primeras condiciones, pero no pudo aceptar la última
«por estar impedido de dejar el lecho».
De ello tomó pie don Anacleto para asestarle el golpe de gracia,
acusándole de desobediencia y pidiendo al Gobierno su
destitución de la Marina.


Si Prat, en su discurso, no aplicó a Goñi el calificativo que
merecía, fue sólo por un exceso de delicadeza.
Consumada la injusticia, Uribe quedó privado de su sueldo y
entregado a la caridad de sus compañeros. Apenas pudo
levantarse, su único anhelo fue volver a la patria para probar su
inocencia.


Hasta el último instante el perseguidor se empeñó en
atormentarlo. Habiendo obtenido de los contratistas del
Cochrane el puesto de piloto -ya que no podía pagarse el
pasaje-, intrigó para que le fuese negado; y sólo por lástima
accedieron a darle un camarote para que viajara de incógnito.
Como adecuado epílogo, la jefatura lo arrestó a su llegada a
Valparaíso -arrestó a quien, según ella misma no pertenecía ya
a sus filas- y lo tuvo tres meses encerrado en un pontón, hasta
que se resolvió instruirle proceso.


Esta sensacional defensa arrolló a la parte contraria: Goñi y su
fiscal quedaron apabullados, y seguramente envueltos en el
descrédito.
El Consejo absolvió a Uribe de toda culpa y lo repuso en su
mando con el goce respectivo de sus sueldos.


¿Habría podido alguien adivinar la repercusión futura de aquel
veredicto...? El hombre que Prat había salvado era el mismo
que cuatro años después iba a acompañarle como segundo
comandante de la Esmeralda para ejecutar delante del Huáscar
la postrera consigna del héroe: «No rendir el buque.

Fernando Martínez Collins.
Periodista Universitario